Experiencia, Explicación y la Búsqueda de la Coherencia. Giampiero Arciero y Vittorio F. Guidano.
Experiencia, Explicación y la Búsqueda de la Coherencia.
Giampiero Arciero y Vittorio F. Guidano.
Traducción realizada por Eduardo Cabrera Casimiro, IPRA Canarias
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El presente artículo fue publicado en la página web del IPRA (Italia) y ha sido autorizado por su autor Giampiero Arciero para ser publicado en Inteco.
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Las ciencias cognitivas, a partir de la celebrada revolución de los años 70, se han desarrollado a lo largo de una trayectoria epistemológica preferente que señala como estrategia básica para la investigación la explicación de las emociones y del actuar humanos según leyes causales predictivas. El hombre racional, que puede inferir lógicamente la validez de sus acciones y emociones desde premisas claras y distintas, fue tomado como un modelo de referencia para el estudio de la actividad cognoscitiva humana. Como sabemos, esta perspectiva se ha traducido en el ámbito de las ciencias cognitivas en una metáfora dominante; el hombre racional es transformado a través de la tecnología del ordenador y la simulación de la inteligencia artificial en un hombre computacional. Mientras se mantiene los principios del racionalismo, el enfoque computacional considera la actividad de cognoscitiva como el producto de un proceso de representación de un mundo independiente de quien observa; la validez del proceso de representación al que corresponde la verdad de la realidad externa observada se asegura: 1) por la capacidad para explicar en términos causales la relación entre los hechos observados; y 2) por la verificabilidad de la explicación independientemente tanto del contexto como del observador. Según esta metodología, por tanto, la explicación de un evento mental se dirige, por un lado, a clarificar las causas que han determinado la emergencia, y por otro a confirmarla a través de la reproducibilidad de las condiciones que la han producido. Como consecuencia, un acto mental puede ser reconocido como tal por la comunidad de observadores sólo si responde a estos criterios. [1] La actitud epistemológica dominante en la psicología cognitiva desde sus primeros días refleja estos presupuestos metodológicos: por un lado, el observador racional y por el otro el evento mental impersonal. Pero ¿es posible reemplazar el significado de la experiencia que cada uno de nosotros tiene del propio vivir con la explicación impersonal de la experiencia?
Hace casi diez años y sobre un trasfondo de diferentes tradiciones de pensamiento, ha emergido dentro de la psicología cognitiva una nueva perspectiva conocida normalmente como constructivista. El énfasis que este enfoque pone en la actividad personal y social de construcción de significado y del sentido se refleja en una epistemología y una ontología de los procesos cognitivos inconmensurables con las teorías racionalistas. A lo largo de la primera parte de este artículo trazaremos los contornos de esta perspectiva delineando un grupo de presupuestos básicos fundamentados en la tradición de la epistemología evolutiva por un lado y en la fenomenología hermenéutica por el otro. La segunda parte tratará el tema de los procesos de regulación de la identidad personal en el curso del fluir de la vida, mientras que en la parte final se delinearán brevemente los principios de la psicoterapia y la psicopatología post-racionalista.
UNA PERSPECTIVA CONSTRUCTIVISTA
El punto de divergencia fundamental de una ontología constructivista respecto a las teorías racionalistas es el reconocimiento de que el desarrollo de un sistema de conocimiento no está organizado por leyes que podamos formular en términos racionales. Nuestras acciones, -dice Hayek (1988)- están gobernadas por reglas que se ajustan al tipo de mundo en que vivimos, esto es, a circunstancias de las que no somos del todo conscientes, pero que determinan la estructura de cualesquiera de nuestras acciones exitosas. Es decir, cada sistema cognoscitivo es parte integral de una comunidad y de una historia de prácticas y sentidos que el individuo contribuye a producir a través de su participación. El final y la renovación de las tradiciones, la muerte de civilizaciones enteras, así como la desaparición de las lenguas en el curso de la historia humana dan testimonio de la naturaleza intrínsecamente histórica de los procesos cognoscitivos.
Por otro lado, si pensamos al individuo como una organización biológica única, somos llevados a consideraciones complementarias a las precedentes. Desde este punto de vista, nuestro acceso al mundo, nuestro ser-en-el-mundo, está vinculado al andamiaje emocional y perceptivo-motor inseparable de nuestro cuerpo (Merlau-Ponty, 1962; Maturana, 1986; Maturana y Varela, 1987). Nuestro mundo y nuestro conocimiento serían, ciertamente, diferentes si, por ejemplo, nuestra percepción de los colores estuviese regulada por cuatro colores primarios en vez de tres, ¡como en las palomas! Por lo tanto, estar biológicamente corporeizado implica otro aspecto ontológico básico: más que ser impersonal, cada acto de conocimiento refleja el orden experiencial sobre el que se funda, puesto que es inseparable de la unidad vital que lo produce (Guidano y Lioti, 1983; Guidano, 1987; Guidano, 1991).
En consecuencia, más que emerger de un ingenio purificado de todas las creencias y opiniones a través del control y gobierno de la razón, la cognición se configura como una acción originaria inextricablemente conectada a la participación en una matriz socio-histórica compartida, la historia personal y la organización biológica que la encarna. Por tanto, el conocer más que la representación más o menos válida de una realidad externa, es la configuración continua de un mundo capaz de volver coherente el fluir de la experiencia del individuo con el contexto histórico en el cual está aconteciendo el vivir (Arciero, 1989; Arciero y Mahoney, 1989; Winograd y Flores 1986; Varela, 1987).
Lenguaje y experiencia
Si los mundos que llevamos adelante son co-dependientes de la propia experiencia (y nuestra historicidad), el ordenamiento que ella asume en nuestra trama experiencial toma forma a partir de nuestra praxis del vivir: en ella encuentra una coordinación el sentir y el actuar individual con el sentir y el actuar de los demás. Es a partir de ella que el lenguaje humano se ha desarrollado, permitiendo la reconfiguración de la experiencia y por tanto la coordinación recíproca a un nivel diferente del acontecer de la praxis misma del vivir. [2]
La posibilidad de construir y compartir el significado de la propia experiencia a través del uso del lenguaje debe haber favorecido las capacidades de adaptación de manera sensible; pensemos, por ejemplo, en la posibilidad de la coordinación de las comunidades primitivas en la explotación de los recursos y la evaluación de las oportunidades y peligros directamente ligados a la supervivencia, o a la capacidad transmisión intergeneracional de la experiencia virtualmente preservada en una narración. Es decir, la participación en la esfera lingüística permite hacer disponible para los participantes la experiencia de cada uno, mientras que la progresiva diferenciación individual que el uso del lenguaje promueve- favoreciendo el desarrollo de conductas de acción diversificadas, incrementa las oportunidades de supervivencia para todos. Por lo tanto, si consideramos el lenguaje como un todo, es decir como la organización espontánea de la conversación entre las generaciones predecesoras, contemporáneas y futuras, no es posible distinguir la contribución de cada participante; desde este punto de vista, el lenguaje se genera como un orden autónomo a un nivel distinto del que los individuos usan. En cambio, si consideramos la unidad individual, llegamos a una consideración diferente de la noción de subjetividad a la ofrecida por el racionalismo. De hecho, el significado que damos a nuestra experiencia del vivir más que ser generada en la conciencia de un sujeto que en soledad reflexiona sobre sí mismo, viene desde afuera: nos llega como sentido; toma forma a través de un esfuerzo de apropiación (Ricoeur, 1983) de la propia experiencia mediado por la comunidad sociocultural en la cual se es participe. La conciencia de sí mismo, por tanto, no es dada; surge en el desarrollo y en la articulación, a través del uso del lenguaje, de la experiencia de existir que es la condición ontológica irreducible de cada significado.
Por tanto, si por un lado el sujeto tiene un acceso significativo a la propia experiencia sólo a través del uso de sistemas simbólicos que permiten el reordenamiento, es la estructura temporal de la experiencia la que vincula cada posible reconfiguración simbólica. El conocimiento de sí mismo toma forma así a través de una circularidad constitutiva entre los continuos acontecimientos de nuestro vivir y, por otro lado, nuestro recomponerlos en tramas de significados (compartibles) que permiten el ordenamiento estable de aquel acontecer. Los dos niveles son evidentemente irreductibles. De hecho, en el caso de la inmediatez, la experiencia que cada uno de nosotros tiene es siempre conjuntamente experiencia directa de sí mismo y del mundo. Sentirse-así en una situación dada equivale a una forma de ser y, al mismo tiempo, una forma en que el mundo acontece. Es por esta relación de co-pertenencia que el cómo sentimos y la experiencia inmediata del mundo son irrefutables: de hecho, siempre somos como sentimos que somos (Olafson, 1988; Guidano 1991). En cuanto al reordenamiento del acontecer del vivir, en cambio, la reconfiguración de la inmediatez experiencial en una trama coherente de significados permite recomponer la experiencia y su atribución a uno mismo o a los otros, generando así los límites de la propia identidad y la identidad de los otros. De hecho, en virtud de esta dominancia sobre la experiencia de vivir que el lenguaje permite- el sujeto se apropia de su propio existir. Este continuo hablar desde sí mismo (inmediatez experiencial) y volver a uno mismo (el significado de la experiencia) subyace al proceso de construcción de la identidad personal. Debido a este proceso de identificación, el individuo se pliega sobre sí mismo y genera la unicidad de su propio mundo, su interioridad.
¡La soledad del sujeto de Descartes y Leibniz parece por tanto como el resultado de la apropiación de sí mismo a través de la participación en un sentido compartido! Como ha resumido Madison (1995) el sujeto reflexivo en busca de significado, de auto-comprensión, es un sujeto lingüístico, un sujeto que es propenso a y que se conoce a sí mismo por medio del lenguaje que habita.
La Identidad Personal
Si la construcción de la identidad personal corresponde a un proceso que toma forma en la relación recíproca entre el sucederse de nuestro sentirnos vivir y su continua recomposición en una conexión de significados, entonces estas dos dimensiones equivalen a tantas formas de ordenar la experiencia sobre el tiempo: dos formas de percibirse en la continuidad del vivir. Por un lado, el sentido de permanencia de mí mismo (mismidad) en la multiplicidad de las situaciones de mi acontecer y, por el otro, el sentido de cohesión de mí mismo que se produce a través del ordenamiento de mis experiencias en una configuración histórica coherente (Ricoeur 1990).
En qué medida esta diferenciación corresponde a dos dimensiones irreducibles de ser se evidencia en la confrontación entre los rasgos recurrentes de una personalidad y el mantener-se efectivo, por ejemplo, hacia la realización de un proyecto de vida. En el primer caso, el proceso de ordenamiento de la experiencia inmediata se organiza en patrones recurrentes en el tiempo (sameness), en el segundo el quién de esa personalidad aparece en su individualidad, su estabilidad autónoma con respecto al fluir de la vida. La relación entre estas dos dimensiones del ordenamiento de la experiencia genera una serie de problemas mutuamente relacionados. En primer lugar, ¿qué relación existe entre el sentido de permanencia de sí mismo (mismidad) y el acontecer continuo de nuestro vivir (ipseidad)? Luego, ¿cómo la reconfiguración significativa de ese sentir y actuar genera un sentido de cohesión unitaria de la propia experiencia? Y finalmente, ¿cómo toma forma la coordinación mutua entre estos aspectos de la identidad personal?
Confrontados con el primer problema, debemos distinguir dos aspectos de la identidad que a menudo se confunden y se superponen: por un lado, la inmediatez del propio acontecer ligado a las circunstancias, por el otro la percepción casi condensada de la propia continuidad independiente de las situaciones contingentes. Estas dos polaridades, cuya relación varía en el curso de vida individual, reflejan dos formas diferentes de manifestarse del dominio emocional. En el primer caso, los patrones de pre-comprensión emotivas recurrentes, en el segundo los estados emotivos episódicos.
Muchos autores en el curso de los últimos veinte años subrayando los aspectos recurrentes de unos y las características intercurrentes de los otros, han distinguido la diferencia entre rasgos emotivos y estados emocionales. En particular, los estudios basados en una perspectiva funcionalista de las emociones discretas (Ekman 1984; Izard 1991; Malatesta 1990) han mostrado como los patrones de predisposición emocional (rasgos) corresponden a una organización emocional estable, recurrente y unitaria que asegura la continuidad del sentido de sí mismo (person-bound) mientras que el evento emocional parece estar más relacionado a acontecimientos contingentes (situationally-bound) y puede no ser integrado en un sentido de continuidad personal.
¿Qué relación existe entre estas dos dimensiones del dominio emocional? Visto desde la perspectiva de la continuidad personal, la recurrencia de los estados emotivos en el tiempo se manifiesta en la superposición entre el sentido de estabilidad y la experiencia inmediata. Un evento es integrado dentro de una inmediatez perceptiva a través de la identificación de aquellas propiedades del acontecer que se pueden referir al sentido de continuidad personal. Esto significa que una misma predisposición emocional que se ha sedimentado en el curso del desarrollo personal proporcionará las coordenadas para el continuo contacto con el mundo. Así, por ejemplo, para los evitantes, la progresiva estabilización de un sentido de rechazo o pérdida unido a una organización emocional personal centrada en la ira y la tristeza no sólo implica una anticipación trans-situacional del rechazo/pérdida, sino que también guía la experiencia inmediata en términos de percepción y acción. Por tanto, cualquier evento es decodificado en la inmediatez perceptiva a través de la identificación de aquellas propiedades del acontecer que hacen referencia a la pérdida/rechazo; por el otro lado, hay una marcada tendencia a generar, en el ambiente sociocultural al que pertenece, las acciones posibles que sólo pueden ser comprendidas en términos de pérdida y decepción (pag. 125, Guidano, 1987).
Las consideraciones antedichas sobre el sentido de continuidad personal (mismidad) en su casi coincidencia con la experiencia inmediata (ipseidad) están apoyadas por varios estudios clásicos sobre la naturaleza organizacional del dominio emocional en las áreas de la percepción y la conducta. Estos estudios muestran cómo las inclinaciones emocionales, en sujetos particulares, determina tanto la capacidad de lectura perceptiva de emociones específicas o la incapacidad de comprensión de determinados tipos de expresiones emotivas en los otros (Tomkins y McCarter 1964) así como la capacidad o incapacidad de producir emociones específicas en la expresión de determinadas clases de emociones (Malatesta, Fiore y Messina, 1987; Malatesta y Wilson, 1988; Malatesta 1990). La Mismidad, por tanto, condensa una historia, que es la historia de sedimentación e integración de la experiencia en un orden emocional recurrente. A la perseverancia de la unidad organizativa del dominio emotivo se opone, cuando no reconducible a la continuidad del propio sentir, el ser sí mismo en la inmediatez situacional; en la continua contingencia e impredecibilidad de la Ipseidad consiste aquella efectividad del vivir que hace decir a Gadamer (1960) el sí mismo que somos no se posee a sí mismo; se podría decir que sucede. ¿Cómo se conjuga este elemento de dispersión del sí mismo ipseidad- con el elemento inmutable en vida la vida de cada uno de nosotros el sentido de continuidad- que el tiempo no altera? Estamos así alcanzando los umbrales del segundo tema. Es en este punto que se pone en juego la mediación simbólica y con ella la identidad entendida como unidad narrativa de las experiencias en el curso de una vida; de hecho, es a través de la reconfiguración de la experiencia en una historia que la continuidad puede ser integrada con la multiplicidad del propio acontecer.
La cohesión de los eventos en una totalidad inteligible es quizás la función más importante de narración de sí mismo; en ella opera la síntesis de las dos dimensiones temporales de la experiencia. La integración tiene lugar a través de la estructura propia de una historia que combina en una totalidad significante la discontinuidad del acontecer. Desde esta perspectiva, cada historia mantiene su coherencia e identidad en la medida que pueda asimilar los imprevistos de la vida inesperados en un sentido de unicidad. La recomposición en una narración de la praxis del vivir coincide con la construcción del personaje al cual aquellas acciones y emociones son referidas. De hecho, en la historia se compone la atribución a sí mismo de la experiencia y por tanto la apropiación de una variedad de situaciones que adquieren una valencia para el sujeto de esa historia. A este respecto, la singularidad de una historia es construida simultáneamente a la unicidad de su protagonista; por otro lado, la relación entre unidad y discontinuidad en la construcción de la narración tiene como contraparte la dialéctica entre el recurrir de patrones emocionales estabilizados que proporcionan al protagonista el sentido de permanencia en el tiempo, y la variedad de situaciones emocionalmente significativas que perturba aquel sentido de continuidad personal. Es ésta la dialéctica interna del personaje de la que surge su identidad narrativa. La narración de sí mismo despliega aquellos aspectos inmutables del carácter al punto de integrar aquellas emociones perturbadoras en una unidad coherente y articula aquella dialéctica interna en el lenguaje. En este acto el sí mismo se apropia de su sentir y actuar modulando la experiencia de su vivir a través de la estructuración de una cohesión coherente que corresponde a la continuidad del sujeto de la historia y la unidad de la historia misma.
IDENTIDAD PERSONAL Y REGULACIÓN DE LA COHERENCIA INTERNA
La recomposición de la experiencia del vivir en una conexión de significados es, por tanto, un proceso de apropiación significativa de la experiencia que, en el curso del desarrollo es guiado por adultos más competentes (Vigotsky, 1986) que modifica las experiencias de la cual depende y el curso mismo de la praxis de vivir. La coordinación recíproca entre el dominio emocional y su reconfiguración en una narración de sí mismo es un proceso regulado a múltiples niveles.
1) Ya desde las primeras fases de la vida, a la progresiva organización del dominio emocional corresponde el ordenamiento de la relación con una persona emocionalmente recíproca. La sedimentación de eventos emocionales en un sentido de permanencia de sí mismo toma forma, por tanto, dentro de una relación estable, equilibrada y centrada alrededor de la distancia-proximidad de una base segura de apego emocional.
La sintonización psicobiológica de y hacia el cuidador permite al niño ordenar el propio flujo sensorio-motor en vivencias emotivas que llegan a ser reconocibles sólo dentro del mismo continuo que va del acercamiento a la evitación. En esta perspectiva, el apego llega a ejercer un papel dominante a) diferenciando y organizando un rango de tonalidades emocionales básicas en un dominio unitario y b) modulando la frecuencia, intensidad y duración de los estados emocionales a través de regulación de las oscilaciones rítmicas entre los patrones psicofisiológicos inductores del arousal (como la exploración y juego) y reductores del arousal (como la seguridad y el aferrarse) (Fox y Davidson, 1984; Malatesta y Wilson, 1988; Suomi, 1984; Thompson, 1990). El sentido de permanencia del sí mismo se organiza alrededor de emociones recurrentes, cuyo ordenamiento y regulación depende de la cualidad específica de los patrones de apego en curso; estos rasgos emocionales proporcionan la clave de las características perceptuales-afectivas para la asimilación continua de la experiencia. Por otro lado, la consistencia en el tiempo de la relación con el cuidador contribuye a estabilizar y articular el sentido prototípico de permanencia de sí mismo, alcanzado durante las primeras etapas del desarrollo. Las capacidades de organizar-se y regular-se exhibidas en los procesos de apego están claramente demostradas por la presencia de verdaderas organizaciones de apego, es decir, evitante, ambivalente y seguro- desde las etapas más tempranas del desarrollo (Ainsworth et al. 1978; Bretherton, 1985, 1995) Una organización central de apego consiste en una disposición de la configuración unitaria de experiencias prototípicas cargadas emocionalmente- sedimentada por eventos y situaciones recurrentes en la reciprocidad con la figura de referencia acompañada por un núcleo articulado de actividades afectivas, autonómicas y conductuales. De esta forma, se puede generar un sentido estable de percepción de sí mismo, modulado a través de la rítmica activación/desactivación de tonalidades emotivas opuestas. Por ejemplo, consideremos el apego evitativo exhibido por un niño con un padre rechazante. Por un lado, el niño desarrolla una percepción de sí mismo bastante diferenciada, centrada alrededor de un sentido de distancia de los otros, que es percibida en una forma pasiva o sufrida (como en el caso de la inayudabilidad) o en una manera activa o auto-generada (como en el caso de la rabia y en la agresividad). Por otro lado, el proceso de regulación entre emociones opuestas impide que el experimentar la separación y la experiencia de soledad (conectada con la inayudabilidad) vaya más allá de los límites críticos, debido a la activación opuesta de la conducta externa de búsqueda y contacto (conectada a la rabia). Esta emoción generalmente es impedida que vaya más allá de límites críticos y producir una mayor separación y rechazo por la activación del proceso opuesto que restablece la separación y el recentrarse en sí mismo.
El sentido de permanencia de sí mismo centrado alrededor de la evitación también se refleja en el ordenamiento de otras emociones básicas tales como la alegría, el interés o el miedo. Un niño que no encuentra reciprocidad en la expresión de estas emociones no sólo buscará una regulación progresivamente autónoma con respecto a la figura de referencia, sino también desarrollará unas expectativas sociales basadas en ese estilo de modulación emocional. Desde este punto de vista, la organización emocional se muestra tanto como reguladora y regulada por el sí mismo. Es reguladora, en el sentido que modula la proximidad de una figura de apego a través del desarrollo de una sensibilidad particular a los patrones contingentes (dominio interpersonal); es regulada por el sí mismo en cuanto que simultáneamente organiza y mantiene el sentido de continuidad personal dentro de trayectorias preferenciales de significado, integrando nuevas experiencias emocionales en una percepción unitaria de sí mismo (dominio personal). Esta relación de mutua definición y regulación entre la propia mismidad y una figura emocionalmente recíproca se pone en evidencia por aquellos estudios que indican cómo el sentido de permanencia de sí mismo, en el curso de la niñez y la temprana infancia, está relacionada con cambios en los patrones de cuidado (Magai & McFadden, 1995; Thompson, Lamb y Estes 1982) como por ejemplo, la pérdida de una figura de apego, y circunstancias difíciles de la vida como en las familias desventajadas- que ponen más en riesgo la estabilidad de las relaciones de apego (Cicchetti, 1985) y con ello, la capacidad de modulación del dominio emocional.
2) Con el uso del lenguaje, la experiencia personal es gradualmente integrada en estructuras narrativas que permiten dar un significado y un sentido a la experiencia misma. De esta forma, la continua variabilidad del acontecer llega a ser consistente en el tiempo, proporcionando un significado para construir un mundo con características de estabilidad, familiaridad, y la consiguiente habilidad para posicionarse en el espacio y en el tiempo, en un contexto social, y con relación a los eventos en curso (Chafe, 1990). La composición de la propia identidad narrativa es el producto emergente de la relación fundamental entre la organización de los rasgos emocionales recurrentes por el cual cada evento es emparejado con la experiencia de la propia continuidad- y la reconfiguración en una trama de significados que permite la posibilidad de articular y modular aquellas emociones en una cohesión consistente. Por tanto, la característica humana de crear significados, es decir, la habilidad para construir acciones en términos de agentividad e intencionalidad dentro de un contexto cultural (Bruner 1990) es parte integrante del proceso de construcción de la identidad personal; ésta parece tomar forma desde la regulación recíproca entre la estructura de la experiencia y la organización afectiva de sí mismo intercurrente, permitiendo por vez primera la aparición de un proceso en la historia evolutiva: la articulación emocional.
La estructuración de las experiencias personales en una modalidad narrativa hace posible la articulación emotiva, a través de la aplicación de las distinciones en el fluir de la experiencia inmediata para ser comprendida y explicada. De esta forma, el sentido de las cosas implícito puede ser también aprehendido y hecho explícito. Las emociones contienen una articulación y requieren también una articulación como proceso potencial de vida (Taylor, 1985).
Así es como en el curso de la ontogénesis los individuos desarrollan organizaciones ideoafectivas alrededor de ciertas emociones que figuran como características relevantes de la personalidad y que influencian un gran espectro de conductas, incluyendo el procesamiento de información y las estrategias de afrontamiento (Magai y Huiziker, 1993).
La organización de los patrones conductuales-afectivos, estabilizados en la reciprocidad con la figura de apego, guía los procesos de estructuración narrativa proporcionando, desde las etapas tempranas del desarrollo lingüístico, el contexto recurrente en el cual la reconfiguración simbólica encuentra anclaje. Como muestra varios estudios sobre las narrativas del apego en la infancia temprana y media, las historias elaboradas por los niños reflejan tanto el contenido relativo al estilo de apego, como la modalidad de construcción y comunicación de temas afectivos. En el primer caso, por ejemplo, se le pidió a niños de 6 años que completaran historias para explorar el sí mismo en las relaciones. Respecto a los niños clasificados como seguros, que describían el personaje principal de la historia como valioso, la relación con la madre como cálida y la madre disponible para la ayuda, los niños evitativos describían el mismo personaje como persona rechazada y auto-confiada, negando la importancia de la relación afectiva y la necesidad de ayuda (Cassidy, 1988; Oppenheim y Waters, 1995). Aquellos mismos niños evitativos, analizados bajo el perfil de la comunicación de los propios estados emocionales, trataron de separarse o evitar conversar sobre temas cargados emocionalmente.
En otro estudio que evaluaba los modelos operativos internos de niños de 6 años, Main Kaplan y Cassidy (1985) encontraron que los niños evitativos no sólo tenían dificultades en comunicar experiencias de separación, sino que se esforzaban también para permanecer disciplinados emocional y conductualmente cuando eran confrontados con temas interpersonales evocativos emocionalmente.
Estos estudios indican que, en el curso de la infancia temprana y media, el ordenamiento narrativo de la experiencia, por un lado, coordina la relación con una pareja (partner) más adulta, por el otro modula las experiencias emocionales a las que se refiere, a través de una reconfiguración más o menos coherente. Por lo cual la habilidad parental para proporcionar apoyo y andamiaje experiencial, facilitando la articulación emotiva a través de la recomposición en tramas de significados compartidos (social sharing) facilita simultáneamente la modulación del dominio emocional y la integración de situaciones más complejas en un sentido de cohesión coherente de sí mismo. Esto promueve, por un lado, la habilidad para distinguir los propios estados internos y elaborarlos en una forma progresivamente diferenciada, por el otro permite mantener el nivel de activación emocional dentro de una intensidad manejable. A la estabilidad del sentido de sí mismo, contribuye tanto la búsqueda activa de estados emocionales intermedios (Guidano, 1987) como la exclusión directa o indirecta de las tonalidades emocionales que no pueden ser integrada en la identidad narrativa construida hasta ahora (Bowlby 1980, 1985; Guidano 1987, 1991). Es evidente que la dificultad de acceso y de apropiación de tonalidades emocionales que tienen que ver con áreas críticas de la experiencia personal, reduciendo la posibilidad de integración de los propios estados internos, podrán determinar en estos años la emergencia de situaciones psicopatológicas fomentando en consecuencia la incompetencia para resolver momentos críticos del desarrollo.
Continuidad y discontinuidad
A partir de la adolescencia y posteriormente en la vida adulta, se va estabilizando más y más una narración de sí mismo autónomo respecto al fluir de la vida, pero cuya estabilidad y direccionalidad es contingente al fluir de la experiencia. De hecho, mientras los temas emocionales básicos continúan orientando el desarrollo adulto, su composición en una trama de significados está unida a las situaciones que emergen en el curso de una vida y que vuelven esa vida y aquella historia absolutamente singular. Por tanto, la identidad narrativa, por un lado, elabora las emociones temáticas a la que está anclada, y por el otro, integra las emociones discordantes y los eventos inesperados en un sentido de unicidad y unidad. De esta forma, la unidad narrativa de una vida modula la relación sobre la que depende- entre los temas emocionales nucleares y las situaciones emocionales, asegurando un sentido de estabilidad personal y continuidad en el tiempo. El punto central del acto narrativo es la relación entre el nivel de estructuración de la trama y la capacidad de modulación afectiva. De hecho, cuanto más capaz es la composición de los eventos de articular la propia experiencia en una unidad inteligible, más capaz es de modular las oscilaciones emotivas perturbadoras y asimilarlas en un sentido de sí mismo. Esto se explica porque trascurre una especificación recíproca entre la reconfiguración simbólica de la experiencia y la capacidad de reconocer diferentes tonalidades emocionales y variaciones diferentes de una misma tonalidad emocional dentro del sentido de continuidad personal. Como dice Taylor: En cada etapa, lo que sentimos es una función de lo que ya hemos articulado y evoca la confusión y perplejidad que una comprensión adicional puede no revelar. Pero si nosotros queremos tomar el desafío o no, si buscamos la verdad o tomamos refugio en la ilusión, nuestra auto-(in)comprensión moldea lo que nosotros sentimos. Este es el sentido en que un hombre es un animal auto-interpretativo (Taylor, 1985, p.65).
La relación entre la unidad y la discontinuidad tiene, entonces, como contraparte la relación entre la organización emotiva básica y los eventos emocionales. De este modo, las circunstancias que constelan la vida de una persona pueden ser asimiladas en una historia y por tanto en una identidad narrativa si, por otro lado, las emociones que disparan pueden ser integradas en un sentido de permanencia de sí mismo (dialéctica interna del personaje). Más específicamente, el evento imprevisto pone en jaque la identidad narrativa generando emociones que perturban el sentido de continuidad personal. La integración del evento en una narrativa de sí mismo en curso, por un lado, reactivas temáticas emocionales y, con ellas, señales internas, imágenes, escenas, secuencias de acciones y pensamientos; por el otro, cambia la dirección de la propia historia, modificando el horizonte de las expectativas. Es decir, la asimilación de la experiencia inesperada implica, por un lado, un reordenamiento retrospectivo del espacio histórico de la experiencia, por otro, el reensamblaje de proyectos de vida coherentes con la revisión de la propia historia. En este sentido la historia concreta de sí mismo madura continuamente en un presente tenso entre la memoria y la ficción. Desde el punto de vista de la dinámica interna, la integración coherente del evento implica una modulación de las tonalidades discordantes que son por tanto percibidas y reconocidas como variaciones del sentido de continuidad personal. De hecho, cuanto más pueda la composición de los eventos articular la propia experiencia en una unidad inteligible, más puede modular las oscilaciones emocionales y perturbadoras y asimilarlas en un sentido de unidad personal. La cohesión de los eventos de vida en la narración de sí mismo proporciona, así, un sentido de estabilidad dinámica en el tiempo que se acompaña de una modulación igualmente estable del dominio emocional.
Los estudios sobre el procesamiento social y cognitivo de las emociones (Philippot y Rimé, 1998) subrayan claramente la interdependencia entre la intensidad de los eventos, la activación de los temas emocionales y su integración a través de la rumiación mental (mental rumination) y el compartimiento social (social sharing). Cuanto más discordante sea la experiencia inmediata con respecto al sentido en curso de estabilidad personal, más importantes llegan a ser los procesos de re-elaboración a través del compartimiento social y la rumiación mental. La repetición narrativa de una experiencia emocional pone en marcha los temas emocionales sedimentados y, así, facilita la integración de las situaciones de vida que no son consistentes con la identidad narrativa estructurada hasta ese momento. A menudo, las transiciones evolutivas y las etapas vitales, disparando una modificación de la percepción de sí mismo, son la ocasión para la mayoría de nosotros de comprometerse en alguna forma de revisión de la narrativa de sí mismo. La calidad de la integración de estos desafíos evolutivos influenciará la habilidad para resolver posteriores demandas evolutivas (Cicchetti, 1998). Menos frecuentemente, en el curso del ciclo de vida, eventos tan inesperados y discordantes con respecto a la propia historia y el sentido en curso del sí mismo, puede requerir una mayor reorganización de la identidad narrativa. Ante la imposibilidad de integración coherente, el evento dispara una ruptura radical del sentido de continuidad, determinando un efecto retroactivo en el ordenamiento de la experiencia e inevitablemente sobre el horizonte de las expectativas de vida. La disgregación de la narración de sí mismo que sigue está acompañada de una galvanización más intensa de los procesos de ordenamiento nucleares. La profunda movilización de temas emocionales básicos en el curso de periodos críticos (discontinuidad) asegura el sentido de permanencia de sí mismo y simultáneamente orienta los esfuerzos del sujeto de reelaboración global de la propia identidad narrativa.
No sorprende, por tanto, los datos aparentemente contrapuestos que indican como en los momentos de transición ocurren grandes transformaciones y discontinuidades, pero también una magnificación de disposiciones básicas de la personalidad en vez de un cambio de las mismas (Caspi y Moffit, 1991).
El éxito de una reorganización global del sentido de sí mismo depende de las capacidades de reelaborar un nuevo equilibrio más flexible y abstracto que el previo- entre la experiencia crítica, los temas ideo-afectivos que esta última ha disparado y las perspectivas de vida. Cada proceso de revolución personal se acompaña, por tanto, de una reinterpretación profunda del propio pasado y una reconstrucción de los proyectos existenciales y la misma praxis del vivir. Por otro lado, la incapacidad de tal reelaboración, no permitiendo autoreferirse la perturbación crítica, no permite reintegrar la discrepancia emotiva en un sentido de continuidad personal. Cuando esto ocurre, la fuerte activación de temáticas emocionales básicas mantenida por la persistencia de la discrepancia- determina, por un lado, la rigidez y concreción de la narración de sí mismo y, por el otro, un sentido de extrañeza y de no pertenencia de la experiencia crítica. La manifestación de situaciones psicopatológicas puede representar, entonces, el intento extremo que la persona realiza para mantener un sentido de manejo de su propio sentir.
TRASTORNO Y TERAPIA
Principios de Psicopatología
La perspectiva que hemos ido delineando en el curso de los párrafos precedentes impone una drástica revisión de la metodología que está a la base de las concepciones actuales en psicopatología y psicología clínica. De hecho, si consideramos que la experiencia ya no se considera como impersonal sino en términos de su significado para el individuo que la vive, la explicación de los trastornos clínicos cambia inevitablemente; su génesis hay que buscarla, en efecto, en la historia de las transformaciones de la identidad narrativa que el sujeto ha sido capaz de articular en el curso del desarrollo del ciclo de vida.
Por otro lado, si como impone la metodología racionalista- el evento mental es considerado como impersonal, la explicación del trastorno clínico no puede sino estar causada por procesos impersonales. El cerebro, entonces, por su carácter de interioridad no percibida por mi cuerpo, se convierte en el lugar y el medio de la explicación. La reducción de la experiencia personal a procesos de bioquímica cerebral autoriza, entonces, tratar el trastorno mental en términos de evento neutro, quizá genéticamente determinado, que ocurre en mi cerebro. Desde estas premisas no puede sino deducirse una epistemología impersonal que orienta la identificación de los trastornos psicopatológicos en base a las manifestaciones clínicas (causalmente relacionados a modificaciones bioquímicas) eliminando la existencia particular de la persona.
Las perspectivas no cambian mucho si la explicación biológica del trastorno mental implícita en el DSM IV- se sustituye por la explicación lógica-racional querida por los cognitivistas. En tal caso también, el trastorno, que es visto en términos de no correspondencia de las propias representaciones con un orden externo unívoco, es explicado en base a leyes que definen la racionalidad e irracionalidad de la actividad cognitiva humana independientemente del sujeto que la lleva adelante. Sin embargo, si la construcción de la identidad personal es comprendida como una modalidad fiable de construir un mundo capaz de producir una cualidad de la experiencia inmediata reconocible como el propio Sí Mismo (Guidano 1987), el trastorno clínico llega a ser comprensible sólo a la luz de la dialéctica fundamental entre el dominio del hacer y el sentir y su recomposición en una narrativa de sí mismo. Entonces, si por un lado diferentes organizaciones emocionales orientan en el curso del ciclo de vida, la asimilación de la experiencia según diferentes modalidades, por el otro, aquellos mismos patrones de significado personal podrán declinarse (en los componentes somáticos, conductuales o emocionales) en ámbito normal, neurótico o psicótico, en función de los niveles de articulación e integración de la experiencia en una cohesión unitaria de sí mismo. El continuum normalidad neurosis psicosis puede ser comprendido sólo dentro de esta mutua regulación. Mientras la normalidad coincide con una elaboración flexible y generativa de los eventos críticos (la asimilación del evento discordante permite una progresión de la historia y una articulación más amplia del sentido de sí mismo), en la condición neurótica la situación discrepante es elaborada fuera del sentido de cohesión del sí mismo. Esto genera varios efectos:
a) menor flexibilidad y habilidad de generación en la organización de significado personal, limitando la capacidad de integración; lo que constriñe el desarrollo de la historia y su personaje.
b) El repetitivo emerger de las emociones críticas que no pudiendo ser articuladas en una cohesión unitaria deben ser manejadas concretamente.
c) La atribución de la condición neurótica a los aspectos negativos o externos a sí mismo, que mantiene la discrepancia de la que es generada.
Finalmente, en la situación psicótica, la incapacidad para elaborar el evento discrepante produce una disgregación del sentido de cohesión de sí mismo y por tanto de la identidad narrativa. Esta extrañeza de sí mismo consigo mismo ruptura interna del mecanismo de identidad- tiene repercusiones en las dos polaridades de la identidad personal. Por un lado, determina una intensa galvanización de temas básicos emocionales al punto de excluir cada posible variación del sentido de sí mismo. Además, la incapacidad de reordenar el propio sentir y actuar en una trama coherente de significados hace que el sujeto no logre descentrarse del campo perceptivo de la experiencia inmediata; en efecto, el acontecer intercurrente del vivir se vuelve estable en el tiempo sólo si recompone en conexiones coherentes que integran de manera unitaria la multiplicada del acontecer. La imposibilidad de articular la variedad de la experiencia, identificándola como propia, explica por qué imagines, percepciones, pensamientos, emociones, etc. son advertidas como elementos extraños a la interioridad. De aquí aquel amplio cortejo sintomático característico de los estados psicóticos que la psiquiatría ha descrito como alucinaciones, ideas de referencia, inadecuación de la afectividad. Por otro lado, la estabilización de esta modalidad de percibir se verifica a través de una estructura de sentido inmutable que anula la heterogeneidad de los acontecimientos. Desde esta perspectiva no hay diferencia que la estructura de sentido sea univoca, como en el caso del delirio o en la forma catatónica, o que se pulverice en conexiones ininteligibles como en las formas desorganizadas. En ambos casos, en efecto, los acontecimientos nuevos serán reconocidos sin que determinen un efecto retroactivo sobre el espacio de la experiencia y sobre el horizonte de las expectativas, neutralizando así la variedad y los posibles efectos generativos. Eso contribuye a mantener bloqueado los patrones de activación en acción y simultáneamente produce una gradual pérdida del sentido compartible del significado individual de la experiencia.
Por tanto, según el nivel de flexibilidad y generatividad alcanzados en el curso del desarrollo personal, una misma organización de significado puede ser elaborada según dimensiones diversas de integración. Por ejemplo, haciendo de nuevo referencia a los evitantes, la misma experiencia crítica de pérdida puede ser comprendida como un punto de cambio, que permite una relectura de la historia personal y de las expectativas de vida (dimensión normal), o como una confirmación del propio destino de exclusión atribuida a aspectos concretos de sí mismo (dimensión neurótica), o finalmente, como reconfiguraciones delirantes del propio sentir que variaran según la polarización emotiva; si es negativa (desesperación) con delirios y alucinaciones con temas de inadecuación personal, ruina, culpa, etc.; si es positiva (rabia) con delirios persecutorios.
La Psicoterapia Post-racionalista: Aspectos metodológicos
Los principios de psicopatología delineados previamente implican una clara orientación del setting terapéutico: éste sólo puede ser situado en el corazón de la dialéctica entre la experiencia de existir (vivir) y su reconfiguración (conjunta) en una conexión comprensible de los eventos. Es, por tanto, evidente que la relación terapéutica es una parte integral del setting en sí mismo. [3] El proceso terapéutico, por tanto, se vuelve ya desde las primeras fases a la progresiva distinción de las dos polaridades constitutivas de la identidad personal. Esto, por un lado, permite al paciente captar las tonalidades emocionales en curso y los patrones de activación recurrentes; por el otro, el paciente puede reconocer los procesos de interpretación básicos que emplea para dar un significado a la propia experiencia de existir. Por lo cual, en el reconstruir un cierto evento con el paciente, el terapeuta debe ser capaz de conducir alternativamente la atención del paciente a estas dos dimensiones de la praxis de su vivir y sobre su dialéctica.
Como muestran los estudios sobre la recuperación de una experiencia emocional (Philippot y Rimé, 1998) la reelaboración conjunta de los eventos, para ser efectiva, debería centrarse, además de en los hechos, en la exploración profunda de los sentimientos disparados por los eventos. De esta forma, el terapeuta gradualmente refigura con el paciente: a) cómo la percepción inmediata del evento ha disparado la discrepancia (la emoción con la cual el evento se advirtió, la percepción de la situación y el contexto); el efecto que el evento produjo sobre el sentido en curso de la estabilidad personal (activación de los temas ideo-afectivos y las diferentes emociones a ellos conectadas); b) cómo el paciente integra la dialéctica entre mismidad (temas emocionales nucleares) e ipseidad (situación emocional) en una cohesión inteligible (atribución de la acción y/o emoción a uno mismo o a los otros, evaluaciones de la imagen de uno mismo -y de los otros- en curso, convicciones sedimentadas, razones contingentes, explicaciones, etc.)
Paulatinamente, el terapeuta a través de la re-elaboración conjunta de secuencias de eventos, tenderá a hacer siempre más evidente al paciente cómo detrás de la aparente extrañeza de las emociones críticas trasluce una unidad organizativa con su coherencia interna. El objetivo del terapeuta consiste, precisamente, en facilitar la apropiación de aquellas emociones perturbadoras en una narración de sí mismo capaz de integrar el significado de las emociones perturbadoras y el sentido de la continuidad personal. El terapeuta implicado en este proceso debe tener dos consideraciones básicas en su mente. En primer lugar, que la forma en que el paciente trata de reorganizar el sentido y significado de su historia no está vinculada a la verdad objetiva de los hechos, sino a una revisión de la experiencia personal que haga factible para el paciente la continuidad tanto de la historia como de su ser protagonista. Desde esta perspectiva, las resistencias, activadas por los eventos que ponen en peligro la continuidad del sentido de sí mismo, aparecen como mecanismos que pretenden mantener la viabilidad de la identidad personal en curso. Por esta razón, deben ser articuladas en vez de oponerse a ellas. Como han subrayado Mahoney y Lyddon (1988), es muy probable que el respeto por la sabiduría implícita de los procesos sistémicos faciliten el progresivo desarrollo psicológico, respecto a lo que ocurre en cambio si se intenta negar su significado o limitar su expresión.
Por otro lado, el curso del proceso de articulación emotiva (eso que ocurre en la propia praxis de vivir y cómo se hace coherente en una cohesión unitaria de sí mismo) está determinado principalmente por la habilidad de comprensión que el paciente ha desarrollado en el curso de su narración de vida, antes que por la profesionalidad del terapeuta. A tal propósito compartimos el punto de vista de Cicchetti (1998) para el cual, aunque no sea inevitable, una adaptación positiva a desafíos evolutivos aumenta la competencia y mejora la preparación para resolver de manera funcional/adaptativa las tareas sucesivas del desarrollo. Por el contrario, una resolución comprometida o inadecuada de pasajes críticos del desarrollo se resuelve en una probabilidad disminuida de una adaptación positiva a las demandas evolutivas posteriores. Esto explica una experiencia común de muchos terapeutas: esto es, cómo diferentes pacientes con idénticos trastornos pueden en un caso reintegrar la discrepancia en el curso de pocas sesiones, mientras que otros son capaces de generar pequeños cambios en un largo período de tiempo. Lo que indica, además, que los procesos de reordenamiento del paciente constituyen la limitación fundamental del desarrollo y duración de la terapia.
Bajo el perfil metodológico, la auto-observación es la práctica esencial para llevar adelante tanto la evaluación como la intervención terapéutica. Adoptando un lenguaje entre lo cinematográfico y lo literario, el terapeuta reconstruye con el paciente el contexto emocional-histórico y la situación discrepante. Luego, como a través de una moviola (Guidano, 1991), el paciente es entrenado en experimentar las escenas enfocando desde afuera las secuencias de los eventos para reconstruir un significado coherente con la unidad de la historia- para después acercar el enfoque, recolocando la escena- que se ha vuelto significativa en la secuencia entera. Al mismo tiempo, la reintegración de las escenas críticas en una conexión inteligible se refleja en otras escenas (modificando el énfasis) y sus conexiones (modificando el sentido). Las nuevas tonalidades emocionales que este proceso permite reconocer y dar significado, pueden por tanto ser transformadas en iguales variaciones del propio sentido de sí mismo y de la propia identidad narrativa. En las fases iniciales de la terapia, la autoobservación guiada por el terapeuta capacita al paciente para distinguir entre la dimensión del acontecer y la reconfiguración de este acontecer. El análisis conjunto de las secuencias de escenas permite reconstruir tanto los patrones de coherencia interna subyacente a cualquiera de los eventos problemáticos, como la forma en que el paciente se las refiere a sí mismo. En las fases más avanzadas de la terapia, y luego en el análisis del estilo afectivo y la historia del desarrollo (infancia, edad preescolar, niñez, adolescencia y juventud) este proceso de reformulación puede ser ulteriormente facilitado por el entrenamiento del paciente para reconocerse como protagonista (punto de vista subjetivo que permite explorar cómo era percibida la experiencia desde la perspectiva de quien la vivía), como espectador (punto de vista objetivo que permite al paciente captar los significados recurrentes en la conexión de las situaciones) y como autor (punto de vista reflexivo que promueve la conciencia de la propia forma de integrar la experiencia) de la historia que va narrando. La relectura de los episodios de la vida emocionalmente significativos desde varios puntos de vistas determina la reactivación de las emociones relacionadas y simultáneamente una modificación de las modalidades en la cual estas son evaluadas y autoreferidas. Esto, por un lado, induce la recomposición de nuevos grupos de respuestas inmediatas a nivel subjetivo, expresivo y fisiológico, generando una mayor flexibilidad en el sentido de estabilidad personal en curso (relación mismidad-ipseidad). Por el otro, el reformular una secuencia de escenas en una cohesión inteligible dispara el emerger de nuevos recuerdos, nuevas conexiones de los eventos y nuevas tonalidades emocionales relacionadas con ellos. Esto se traduce en una recomposición de la relación entre los recuerdos autobiográficos específicos (únicos para cada evento singular), conocimiento del evento general (durante el propio periodo de vida) y temas de vida, simultáneo con un desplazamiento del horizonte de las expectativas (narración de sí mismo). Esta recomposición del espacio de la experiencia, que gradualmente toma forma en el curso de la revisión conjunta de la praxis del propio vivir y de su historia, modifica simultáneamente la imagen habitual de sí mismo (el protagonista de la historia); ésta va gradualmente reestructurándose a través de un proceso de apropiación de nuevas experiencias que son integradas en una nueva cohesión de sí mismo modificación del punto de vista actual de sí mismo. Es en este aumento de la flexibilidad a través de un incremento de la integración de la experiencia que se acompaña de una modulación más articulada del dominio emotivo- en lo que consiste el efecto terapéutico, el aspecto más importante de una psicoterapia eficaz.
El próximo párrafo se mostrará cómo ha sido empleado este método durante el proceso terapéutico con Richard, un cliente que pidió ayuda profesional por sus síntomas depresivos.
La terapia se desarrolla en tres etapas:
1. Construcción del setting con una creciente diferenciación entre la praxis del vivir y su reconfiguración.
2. Recomposición del estilo afectivo.
3. Re-elaboración de la historia evolutiva.
Es claro que esta división en fases se considera como un modo de simplificar la praxis operativa sin ser exhaustivo del proceso terapéutico.
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[1] La posibilidad de reproducir actos mentales está en el centro del uso extensivo que la psicología ha hecho de las tecnologías computacionales.
[2] Los estudios realizados en muchos ámbitos enfocan claramente como el lenguaje en las civilizaciones pre-literarias se caracterizan por una adherencia total a la esfera de la acción (Havelock, 1963; Ong, 1982)
[3] Al delinear los aspectos metodológicos dejaremos inarticulado el análisis de la relación terapéutica remitiendo al lector a Guidano (1991)